martes, 4 de noviembre de 2014

La jaula de Pipo

Fue hace unos siete u ocho años. Yo salía del que era mi trabajo por aquel entonces. Recorría el camino hacia el aparcamiento junto a mi compañera de oficina cuando, de repente, sonó mi teléfono. Mi madre, alarmada, tan solo me preguntó si tardaría mucho en llegar a casa - aún vivía en la casa de mis padres - : "hay un bicho..." - añadió. 

¿Un bicho? Definamos "bicho", por favor... (no me gustan mucho ciertos insectos...) Mi madre solo aclaró que se escondía debajo del armario y que solo le veía las patitas. Esperaba que yo llegara a casa y apresara al intruso. 

No se trataba de un insecto. Era Pipo. Bueno, en aquel momento solo era un agaporni azul con la cabeza completamente falta de plumas. Después de aquel día, se convirtió en Pipo. 

Pipo entró volando a la casa de mis padres. Volaba mal, no sabía. Era evidente que se trataba de un pájaro criado en cautiverio. Era arisco, huidizo, temeroso. Llegó con la cabeza desplumada, seguramente por algún golpe o como secuela tras el ataque de váyase a saber qué... Hambriento. Agotado. No estaba, en absoluto, en buena forma. 

Odio los pájaros enjaulados. Pero aquel agaporni era incapaz de sobrevivir en libertad. Tuvimos que buscarle una jaula y, con el tiempo justo, correr hasta la tienda de animales más cercana a comprarle pienso, antes de que cerrara. 

Ya encarcelado, busqué en internet acerca de los hábitos de la especie. Todas las páginas hablaban del alto grado de sociabilidad de ese tipo de pájaros. Pero Pipo no lo era. No quería contacto. Nos miraba con curiosidad, pero receloso. 

Al cabo de unas semanas, Pipo ya había aprendido a abrir una de las puertas de la jaula. Intentó volar, pero no llegó muy lejos. Su vuelo no fue mucho más que un descenso del segundo piso de la casa de mis padres a la calle. Intentaba levantar el vuelo y ser libre, pero se golpeaba contra los coches aparcados, contra las fachadas. No podía hacerlo...

Mi padre y yo bajamos a buscarlo. Pipo... volvía a su jaula. Lastimado. 
Intentamos reforzar la "medida de seguridad" de nuestro pequeño presidiario. Un alambre fortificaba el cierre. Pipo, no tardó en aprender a quitarlo. 

La segunda vez llegó a la casa de una vecina. Fuimos a buscarlo. Pipo... volvía a su jaula, una vez más. 

Era consciente de que no sobreviviría en libertad. Era consciente de su inconsciencia. 

No era capaz de volar, no sabía procurarse alimentos y era una presa extremadamente fácil para gatos, lechuzas y demás aves de rapiña urbanas. Moriría si lograba escapar. 

La tercera vez que consiguió abrir la jaula... no lo encontramos. No llegó a ninguna casa conocida. No lo vimos por las inmediaciones del edificio. Pipo, se había escapado... 

Mucho me temo que no pudo volar todo lo lejos que él creía que volaría. Mucho me temo que no pudo ser libre...  

Pero Pipo aprendía a abrir todas las jaulas. Insistía en escaparse. Insistía en intentarlo. Y aunque el final no fuera el que para los demás se suponía feliz, fue el que él persiguió hasta dejarse las plumas...