sábado, 7 de noviembre de 2015

Vamos a jugar...

Recrea esta imagen:

Un niño pequeño corre todo lo rápido que su torpeza infantil le permite, hacia otro niño, que juega solo. Al llegar, con toda su ilusión y alguno de sus juguetes, el otro niño se marcha. No por nada. Quizá porque se dirija hacia su madre para mostrarle el caracol que acaba de encontrar en el suelo. Tal vez porque haya visto algo a lo lejos que le llame la atención. A lo mejor porque se cansó de jugar en el mismo sitio. Desde luego, su partida nada tiene que ver con el niño que acaba de llegar. Simplemente se marcha, y lo deja solo; de pie, desconcertado, plantado con su juguete en la mano y mirándolo mientras se aleja.

El niño recién llegado probablemente, después de unos segundos de confusión, se de la vuelta y se marche por donde vino. De regreso a su madre. En búsqueda de otros niños con los que jugar. O dónde sea…

Ese niño no albergará sentimientos de fracaso, desprecio o desolación. No se sentirá ridículo por haber llegado cargado con más ilusión de la que su propio cuerpo podría soportar, y por reencontrarse solo. No analizará la conducta del niño que se marchó. No le dará vueltas a por qué se fue. Sencillamente, y tras reaccionar, seguirá buscando un lugar para jugar. Un juego en el que depositar su ilusión y sus ganas.

Ahora, recrea esa imagen con adultos.

El miedo al ridículo, al fracaso, al desprecio, a ser ignorados o a que nuestra ilusión se estalle contra el suelo, ese mismo por el que se arrastran los caracoles, nos cae como una losa pesada en algún momento de nuestra vida… Y pesa demasiado para quitárnosla después.

Nacemos siendo genuinos. Nacemos siendo osados.


miércoles, 29 de julio de 2015

Una película de zombies

Hoy intenté acostarme temprano, ¡de veras! Pero cada vez estoy más convencida de que algunos escritores somos tan noctámbulos como los vampiros... Estaba en mi cama, dando vueltas y vueltas hasta que al final encendí la luz y arranqué mi portátil. 
¿Qué me quitaba el sueño? La verdad, nada. Últimamente, nada me lo quita. No porque no tenga inquietudes o contratiempos. Sencillamente, porque aún con ellos intento dormir. Y eso es, paradójicamente, lo que me ha inspirado para encontrarme de madrugada creando un nuevo post en mi abandonado blog personal.

¿Qué nos quita el sueño? Y lo que es peor... ¿qué nos lleva a dejar de soñar?

Hace un par de semanas tomaba un café con mi hermana a la vez que manteníamos una conversación acerca de "los sueños". De los sueños y de lo enférmisima que tiene que estar una sociedad como para dejar de soñarlos.

Es como una película de zombies. Sí. Lo es tal cual. A diario nos topamos con "muertos andantes", que esperan cruzarse con algún aún-vivo para intentar devorarlo. Son peligrosos. Ellos, en cierto modo, ya han muerto y esperan alimentarse de ti, no tanto para volver a la vida como para acabar con la tuya. Para hacer que tú también vivas vacío. Vivas sin poder dormir... y sin sueños.

Una sociedad cargada de zombies, inanimados, tristes, apagados, temerosos, en donde a aquel al que se le ocurra irradiar vida puede convertirse en una presa a aniquilar. 

La queja es el alimento del alma ya moribunda. Como diría Emilio Duró "hemos hecho del malhumor una profesión; si no sufres, no trabajas", si no te lamentas, no eres realista. Y con semejante alimento vaya que si se acaba por morir. 

Una sociedad que nos enseña a desmerecer nuestras virtudes, a destacar nuestras miserias. El amor propio se castiga con la etiqueta de la arrogancia y el optimismo con la de la falta de seriedad. Tenemos que lamentarnos para ser aceptados. Tenemos que renunciar a luchar, a valorar nuestras inquietudes y nuestras fortalezas. Tenemos que dejar de soñar... porque eso no es de realistas. Eso, no es de zombies. 

Yo, por el momento, prefiero ser un vampiro, que dedica las horas de luna a escribir en un portátil y a beber el néctar de unos textos que de dramáticos, son sangrantes, pero desde luego me resisto a convertirme en un zombie.      

Y ahora, me voy a ver si duermo... porque tengo tanto que soñar aún que no me basta el día para hacerlo.

;)

 

 

domingo, 17 de mayo de 2015

Existe en mi diccionario...

Wordreference: un diccionario que ha logrado casi anteponerse a la RAE en las búsquedas de significados de términos en la red. Como escritora, solía usarlo a veces. Hasta hoy.
Y es que hoy, de cara a redactar un artículo, recurrí a este diccionario para conocer la definición exacta que daba de un término concreto: "resiliencia".
La resiliencia es una capacidad, pero no una cualquiera. Es la capacidad de sobreponerse a las adversidades logrando no solo que estas no destruyan a quien las padece, sino que, por el contrario, le fortalezcan.
Va más allá del "si te caes, te levantas..."; y es que viene a decir algo así como "si te caes, no solo tendrás la suerte de estar seguro de que ya no puedes sino subir, sino que además tendrás más trayectoria de ascenso de la que tenías antes".
En Wordreference no existe esta palabra. ¿Residencia?, ¿Resistencia?, me pregunta. No, querido diccionario, no; no busco "vivir en un lugar determinado", ni la "capacidad de resistir, de aguantar". Busco una argumentación que describa cómo es posible seguir siendo fuerte con independencia del "lugar de la vida" en el que toque vivir en cada instante; busco esa definición que aporte la actitud y firmeza precisas para levantarse con ímpetu sin necesidad de resistir o aguantar...
Muchas veces he oído la frase "'Imposible' no existe en mi diccionario". Pues bien: "resiliencia" es un término que debería existir en el de todos.
Porque da igual cómo de hostil sea el terreno. Siempre se puede brotar en él...


domingo, 26 de abril de 2015

El alma entrenada

Decidí, por aquel entonces, apuntarme a un gimnasio. Empecé a entrenar a base de una rutina de ejercicios de pesas, nada de cardio: puro trabajo de fuerza muscular. Entrenamientos duros, de esos que sacan callos en las manos y formas donde antes no las había.
Probablemente la meta, cuando se comienza un entrenamiento así, no es otra que "volverse más fuerte", sin flacidez. Todo apuntaría a que lo estoy logrando.
Digo "probablemente" y uso el condicional y no el presente simple en esta última frase porque, en el fondo, no estoy tan segura, a pesar de lo que puedan decir el espejo, la báscula o la cinta métrica, y es que hace unos días, tuve la ocasión de hablar con una persona que se siente, literalmente, “flácida”. Sin ánimo de ofender a nadie, que esta persona tiene un físico maravilloso, pero me hizo darme cuenta de cuan equivocado tenemos el concepto “fuerte”.
Hay demasiada gente “fofa”. Y, evidentemente, no hablo del físico…
Hay gente con el alma anoréxica. La anorexia distorsiona la percepción de la realidad, lleva a la persona a dejar de alimentarse y, como consecuencia, el cuerpo gasta todas sus reservas, hasta finalmente consumir el tejido muscular. La persona, así, se vuelve raquítica, enferma. Triste. Hay gente con el alma anoréxica. Con la percepción de una realidad emocional distorsionada, que han dejado de alimentarse de emociones y consumido todas las reservas de pasión e ilusión que les quedaban. Almas raquíticas. Enfermas. Tristes...
Hay gente con el alma afectada de obesidad mórbida. Se han desvarado la capacidad de digerir. Han intentado engullir más de lo que debían. Y ahora, tienen el alma descolgajada y blanda.
Hay gente con el alma vigoréxica. La quieren cada vez más fuerte, cada vez más dura. Cada vez menos fácil de herir… y de abrazar. Los vigoréxicos suelen emplear diuréticos para lo que comúnmente se denomina “secarse”, para definirse mejor. Hay gente que tiene el alma dura… y seca.
Todos tenemos el alma imperfecta. Nos obsesionamos con que el cuerpo no sea como el alma. Intentamos seducir mediante él, mediante su apariencia. Intentamos que nos admiren y nos quieran por eso que se ve… porque el alma, resta oculta.
Voy a seguir entrenado porque me gusta “ser una chica fuerte”. Pero me encantaría descubrir, algún día, dónde está el gimnasio “del interior”.
Donde logra uno volverse fuerte… De verdad.


sábado, 14 de marzo de 2015

La vida es cine: depende del orden en el que montemos los planos.

Vladimirovic Kulechov fue un conocidísimo cineasta soviético; todo un pionero en lo que a lenguaje audiovisual se refiere. Kulechov experimentaba con la forma de montar sus productos visuales, con la comunicación, con la narrativa de la imagen. En definitiva, con el orden en el que montamos los planos... en nuestra mente. 

Uno de sus experimentos acabó siendo un hito en la historia del cine. Demostró que dos planos sucesivas no son interpretados de manera independiente por quien los observa, sino que el cerebro los integra.
¿Cómo? Kulechov grabó a un actor inexpresivo que debía mantener la misma expresión facial durante toda la filmación. La pauta de la emoción era esa: debía ser inexpresivo. El actor no estaba alegre, ni triste. No estaba furioso. No sentía lástima. No estaba entusiasmado, ni acongojado en absoluto. Nada. Cero emoción. Cero expresividad. 
Este fue el resultado... 


El cineasta ruso utilizó esa filmación para intercalarla con otros planos; Una joven muerta. Un plato de sopa. Una mujer recostada. 

Cuando proyectaba el montaje del plano del actor inexpresivo seguido de alguno de los otros tres planos filmados, entre quienes lo visionaban se generaba una sensación, y esta dependía del plano segundo... y no del actor. 

- ¡Siente lástima por la joven!
- Pobre, está hambriento... 
- Desea a la mujer. La observa de manera lasciva. 

El actor no sentía lástima, ni hambre, ni lujuria. El actor no expresaba emoción, pero nosotros, dependiendo del contexto, tenderíamos a crearla...


La vida, es cine. La vida juega con nosotros como jugaba Kulechov. Nos enseña planos sueltos y somos nosotros los que armamos la emoción. Nuestras experiencias previas, nuestro presente, nuestros miedos, sueños y pesadillas, son especies de "niñas muertas", de "sopas" o de "mujeres recostadas". 

Un mismo suceso, un mismo problema, un mismo éxito, lo viviremos de manera muy diferente según el plano al que decidamos remitirnos para montar nuestra película. Las cosas son simples, nosotros las hacemos complejas. 

Por eso, nosotros y solo nosotros, podemos decidir la emoción que rige cada película. Porque en este sentido, la vida, es cine... 

lunes, 5 de enero de 2015

Las sonrisas, se oyen.

Hoy hice una llamada. Llamé para pedir información acerca de unos horarios. Mi interlocutor, un hombre, a juzgar por su voz, de mediana edad, tras escuchar mi consulta se mantuvo reticente. Mi pregunta no era incoherente: necesitaba saber a qué hora podía acceder a un centro y bajo qué normas, pero por la forma de contestar de aquel hombre bien podía parecer que estaba preguntando un auténtico disparate...
Él, aparentemente malhumorado, me repitió a qué lugar estaba llamando y en qué consistía la actividad del mismo, a lo cual yo, tras pensar un instante mi respuesta y para nada en el porqué de su malhumor, simplemente asentí con un "sí". Podría haber añadido a aquel sí un justificado "ya sé a dónde estoy llamando", "pero lo que yo necesito es saber los horarios y sus normas", "gracias (con ironía...), pero si me informa sobre lo que le he preguntado, mejor", o un largo etcétera de frases altivas, hurañas y defensivas que no me habrían acercado a la información que necesitaba pero sí a demostrar que yo también luchaba por ser arrogante.

Pronuncié aquel "sí" sonriendo... intenté que ese sí sonara todo lo dulce y amable que mi registro vocal permite. Y no dije nada más.
Tras un silencio momentáneo, mi interlocutor volvió a hablar. Su tono pasaba de irritado a confuso. Me preguntó si iba a ser la primera vez que accediera al centro. Con el mismo tono amable y la misma sonrisa, respondí otro "sí", pero añadí algo más: "y no sé qué tengo que hacer...".
Se produjo otro silencio. No pretendía recurrir a una demostración de sumisión verbal, ni a una humildad telefónica desmedida. Simplemente, me mantuve en la línea de necesitar una información y no tener motivos para enfurecerme desde el minuto 0... De no caer en provocaciones, o de no dejarme llevar por contestaciones faltas de simpatía y de cordialidad.

Tras el silencio, me explicó el procedimiento a seguir y los ansiados horarios.
"Gracias, muy amable". Sin ironía. Con sonrisa. Con la serenidad propia de quien ha logrado cordialmente lo que buscaba. Eso respondí. Y tras un tercer y ya más breve silencio un "gracias a usted. Que tenga una buena tarde...", que sonaba mucho más cordial y menos altivo, respondió él.

Aprendamos a usar el lenguaje; aprendamos a cambiar el tono sin variar el volumen...
Aprendamos a ganar sin hacer sentir a nadie que por ello, pierde.



lunes, 22 de diciembre de 2014

Lo importante, es seguir...

Tiene la mirada fría. Sus ojos son azules, pero a veces dudo si ese color se debe a la tonalidad de su iris o al hielo de su mirada. A "R", así lo llamaremos, lo conocí hace poco más de una semana. Tiene 61 años, pero es joven... Hace meses perdió ambas piernas - la consecuencia de una vida de muchísimo tabaco y bastante alcohol -  y, por si fuera poco, le han diagnosticado cáncer de pulmón.  

Conocí a "R" en la sala de espera de la planta de oncología de un hospital. Lo había visto varias veces, pero solo fue hace unos cuatro días que finalmente hablé con él. Una conversación entre dos desconocidos unidos por una realidad que solo quienes la han vivido de cerca pueden entender. "R" es todo un personaje, en el buen sentido de la palabra: aquella mañana, "R" me contó un poco acerca de su vida. También me habló sobre el hecho de pasar las navidades en una habitación de hospital, solo. Pero lo que más me llamó la atención de todo lo que "R" dijo fue una frase: hay que reírse de las desgracias, así les jodes más... Aquella mañana, le saludé esperando volver a coincidir, porque si seguíamos encontrándonos significaría que tanto él como la persona a quien yo tenía ingresada en ese hospital seguirían allí. Fueran navidades o no. Eso, daba igual. Lo importante era seguir...

Hoy volví a aquella sala. Fui a visitar a "R" - de los dos que tenían que seguir, lamentablemente, solo queda él... - y le llevé un pequeño surtido de turrones, no sé si para intentar endulzarle la navidad, la enfermedad solitaria... o la mirada fría.

"R" no esperaba mi visita. Fue grata. Y sí, algo se endulzó. Pero curiosamente, los turrones poco tuvieron que ver. "R" ha perdido prácticamente la salud, como él dice "precio de su libertad", pero no ha perdido la esperanza, las ganas de luchar, de avanzar aún no teniendo piernas. ¡Conserva toda su picardía! muestra de ello, frases como las dichas a otro familiar de otro paciente de cáncer, afirmando que "ha perdido las piernas pero ha ganado la visita de un mujerón, ¡30 años más joven!". Piropos a parte, la visita a "R" también me endulzó a mí... Y me doy cuenta de que cuando menos comprendemos es cuando más podemos aprender. Cuanto más dolor sentimos más deberíamos solidarizarnos. Porque al fin y al cabo, lo que importa es seguir... y que la mirada no se nos enfríe nunca.


Cuando me marché le prometí a "R" volver a visitarlo si él me prometía que, como mínimo, intentaría no ponerse peor... Solo me dijo "voy a estar pensando en seguir bien porque te lo he prometido". Ojalá pueda cumplir su promesa.


Gracias, "R".