sábado, 7 de noviembre de 2015

Vamos a jugar...

Recrea esta imagen:

Un niño pequeño corre todo lo rápido que su torpeza infantil le permite, hacia otro niño, que juega solo. Al llegar, con toda su ilusión y alguno de sus juguetes, el otro niño se marcha. No por nada. Quizá porque se dirija hacia su madre para mostrarle el caracol que acaba de encontrar en el suelo. Tal vez porque haya visto algo a lo lejos que le llame la atención. A lo mejor porque se cansó de jugar en el mismo sitio. Desde luego, su partida nada tiene que ver con el niño que acaba de llegar. Simplemente se marcha, y lo deja solo; de pie, desconcertado, plantado con su juguete en la mano y mirándolo mientras se aleja.

El niño recién llegado probablemente, después de unos segundos de confusión, se de la vuelta y se marche por donde vino. De regreso a su madre. En búsqueda de otros niños con los que jugar. O dónde sea…

Ese niño no albergará sentimientos de fracaso, desprecio o desolación. No se sentirá ridículo por haber llegado cargado con más ilusión de la que su propio cuerpo podría soportar, y por reencontrarse solo. No analizará la conducta del niño que se marchó. No le dará vueltas a por qué se fue. Sencillamente, y tras reaccionar, seguirá buscando un lugar para jugar. Un juego en el que depositar su ilusión y sus ganas.

Ahora, recrea esa imagen con adultos.

El miedo al ridículo, al fracaso, al desprecio, a ser ignorados o a que nuestra ilusión se estalle contra el suelo, ese mismo por el que se arrastran los caracoles, nos cae como una losa pesada en algún momento de nuestra vida… Y pesa demasiado para quitárnosla después.

Nacemos siendo genuinos. Nacemos siendo osados.


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